Hoy no pueden celebrarse elecciones. Serian la antesala de la descomposición del país. PP y PSOE deberían pactar un gobierno con amplio apoyo parlamentario, con personas no implicadas en escándalos de corrupción, con una agenda reformista que necesariamente pasa a corto plazo por…
El escándalo de los presuntos sobresueldos de dirigentes del PP, incluido el actual presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, ha sido la gota de agua que ha hecho rebosar el vaso de la indignación ciudadana. En el marco de una crisis económica que ha dejado un saldo de seis millones de parados, precarizado empresas y trabajadores y disminuido servicios sociales, los constantes escándalos de corrupción ponen a la democracia española contra las cuerdas.
La pregunta que nos hacemos quienes no somos profetas del caos, ni queremos soluciones populistas y/o autoritarias es si existe capacidad de reacción. Si nuestra democracia tiene líderes para hacer los cambios necesarios para reemprender el camino. Si existe un programa reformista que no se limite a poner parches para ganar tiempo y que todo siga igual.
No soy optimista. En 1975 existía una sociedad ávida de libertad y democracia y unos líderes suficientemente responsables para evitar los enfrentamientos. En 1981, el PSOE representaba una alternativa fuerte e ilusionante como se vio en las elecciones de 1982.
Ahora no tenemos ni lideres – la mediocridad de la clase política asusta- ni una oposición fuerte y responsable. Solo descontento, aventureros, mediocres y oportunistas. Solo la pertenencia a la Unión Europea aparece como freno a una involución autoritaria pero si las cosas siguen así no sabemos hasta cuándo.
Hoy no pueden celebrarse elecciones. Serian la antesala de la descomposición del país. PP y PSOE deberían pactar un gobierno con amplio apoyo parlamentario, con personas no implicadas en escándalos de corrupción, con una agenda reformista que necesariamente pasa a corto plazo por una nueva ley de partidos, una nueva ley electoral, una auténtica ley de transparencia, un plan de reactivación económica y de apoyo a la creación de empleo y una profunda reforma del estado. Además debería elaborarse una reforma de la Constitución que racionalice el estado de las autonomías en sentido federal. Desde Catalunya, si todavía queda algo de seny, deberíamos aparcar declaraciones soberanistas que sólo echan leña al fuego y nos conducen a un callejón sin salida. Los que piensan que ahora es el momento de aprovechar la debilidad de estado para hacer realidad sus sueños independentistas deberían ser conscientes que dividir y radicalizar la sociedad catalana, esconder la corrupción detrás de la bandera y enfrentarse al estado sólo puede llevarnos a la destrucción como país. También aquí debería producirse un amplio acuerdo que se traduzca en una propuesta de reforma constitucional que dé salida a los principales problemas del actual encaje de Catalunya en España.
Pero tan inmensa tarea exige liderazgo, voluntad de diálogo, generosidad y anteposición de los intereses generales sobre los particulares. Si las personas para encabezar las reformas no existen en los partidos habrá que buscarlos en la sociedad civil.
La tarea es ardua pero imprescindible si queremos evitar que los últimos 35 años, con todos los mejores de la historia de España, incluida Catalunya, vuelvan a ser un paréntesis de luz en medio de la obscuridad.
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